Me he mudado, a una casa más bonita, más antigua, que tiene más encanto que la anterior por unas molduras de angelitos fascinantes, un suelo de madera que cruje como si fuésemos elefantes los que lo pisamos y una terraza. Sí, soy una de esas personas en Madrid que tiene terraza. Ahora comprendo que los que llevan viviendo en una casa con terraza toda la vida son madrileños distintos de los demás.
Todos en casa somos más felices, todos menos Potorra. El ser vivo que responde a tan inusual nombre no es otro que mi poto de casi una década de antiguedad. Lleva conmigo más tiempo que mi marido y mi hija juntos. Y está sufriendo. Sufre porque, inconsciente de mí, pensé que una terraza al aire libre con luz y sol a raudales no podía más que hacerla rebosar de felicidad, sin embargo, no ha sido así. En pocos días la mitad de sus hojas se han caído, las que sobreviven se sienten derrotadas y las ramas principales muestran un color amarillento que nada bueno hace presagiar. He corrido a colocarla nuevamente en el interior, en una de esas esquinas en semi penumbra que tanto le gustan a ella.
En un alarde extremo de cursilería no puedo más que acordarme de los versos de Bécquer que hoy brindo en honor a mi compañera:
Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase...Potorra.
Mirad, son las 2 de la mañana y tenía ganas terapéuticas de escribir y lo primero que me ha salido es esto. ¿Qué queréis que os diga? Es como cuando a Carrie Bradshaw sufre de sequía sexual y escribe un artículo sobre la perfecta patata frita. Curioso que últimamente me parezcan cursis las referencias a Sexo en Nueva York y sin embargo aquí estoy, regodeándome en el romanticismo.
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